Murió como vivió: sin estridencias, en su chacra humilde, rodeado de silencio y principios. José Mujica, el expresidente de Uruguay, exguerrillero tupamaro y filósofo involuntario, falleció este 13 de mayo a los 89 años, dejando tras de sí una vida que no cabía en las convenciones del poder.
Por Anghelo Basauri Escudero
En un rincón de Montevideo, en su modesta chacra donde compartía la vida con su esposa, Lucía Topolansky, y unos cuantos perros, murió Pepe Mujica. Allí donde los cables de luz cuelgan bajos y la tierra se empolva con cada paso, el expresidente uruguayo eligió pasar sus últimos días, tras rechazar tratamientos médicos por un cáncer de esófago que se había extendido al hígado. Lo suyo no fue una batalla final sino una rendición serena, como quien ya ha peleado demasiado.
Un chico de barrio con vocación de lucha
Nacido el 20 de mayo de 1935, en el barrio Paso de la Arena, Mujica creció en un hogar de clase media venida a menos. Su padre, granjero de origen vasco, murió cuando él tenía seis años. La infancia fue dura, marcada por la escasez, pero también por la calle y la bicicleta, que sería su primer amor.
Ciclista aficionado, Mujica ganó carreras locales antes de descubrir que el verdadero vértigo estaba en la política. En los años 50 se vinculó a las juventudes del Partido Nacional, pero pronto sintió que los métodos parlamentarios eran lentos frente a las urgencias sociales de su tiempo. La revolución lo sedujo con promesas de justicia y, más tarde, con armas.

De guerrillero a rehén del Estado
En la década del 60, Mujica se unió al Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, una organización de izquierda armada que desafiaba al Estado uruguayo con expropiaciones, secuestros y sabotajes. En 1970 fue capturado. Escapó. Fue recapturado. Y escapó de nuevo. Parecía indomable.
Pero en 1972 fue atrapado por última vez. Con la instauración de la dictadura militar, él y otros ocho dirigentes tupamaros fueron convertidos en “rehenes”, trasladados de cárcel en cárcel, sometidos a aislamiento extremo, hambre y torturas psicológicas. Pasó casi 13 años preso, algunos encerrado en aljibes o establos, incomunicado durante meses.
“Sobreviví porque aprendí a hablar con las ranas y con las arañas”, diría años más tarde, sin romanticismo. Mujica salió de prisión en 1985, cuando se restableció la democracia. No pidió venganza. “El odio termina idiotizándote”, repetía.
El ascenso de un presidente improbable
Lejos de retirarse, Mujica se integró al Frente Amplio, coalición de izquierda en ascenso, y fundó el Movimiento de Participación Popular (MPP). Fue electo diputado, luego senador, y finalmente ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca. Siempre con una retórica desprolija, pero directa.
En 2009 fue candidato presidencial. Nadie, ni siquiera él, creía que pudiera ganar. Sin embargo, el 1 de marzo de 2010 asumió la presidencia con un discurso despojado de promesas rimbombantes. “No vengo a gobernar para los más pobres, vengo a gobernar con ellos”, dijo.
Durante su mandato (2010–2015), Uruguay fue pionero en América Latina en legalizar el matrimonio igualitario, el aborto y la marihuana. Lo hizo sin alzar la voz ni imponer su figura. “No soy un presidente. Soy un militante social con responsabilidades”, solía decir.

La austeridad como ideología
Mujica se convirtió en un símbolo mundial no por sus reformas, sino por su estilo de vida. Rechazó mudarse al Palacio Suárez. Manejaba un escarabajo celeste, cultivaba sus propias verduras y donaba el 90% de su sueldo. “No soy pobre. Pobres son los que necesitan mucho para vivir”, explicaba.
Cuando la BBC o Al Jazeera lo presentaban como “el presidente más pobre del mundo”, se encogía de hombros. “Pobre es el que no tiene afectos”, respondía. En 2012, su intervención en la cumbre de Río+20 sobre el consumo fue viral antes de que lo viral fuera una estrategia.
“No venimos al mundo para desarrollarnos económicamente, sino para ser felices”, dijo entonces, con una lucidez que desentonaba en un foro lleno de tecnócratas.
Un legado que trasciende a Uruguay
Tras dejar la presidencia, Mujica volvió al Senado, donde se mantuvo hasta 2020. Luego se retiró, aquejado por una enfermedad inmunológica. No fundó ninguna fundación, no dio clases magistrales, no escribió memorias para venderlas en Amazon. Se limitó a sembrar, leer filosofía, cuidar animales y hablar con jóvenes.
En vida, fue criticado por su pragmatismo. Algunos militantes lo acusaron de haber abandonado los ideales de los 60; otros de haberlos domesticado. Pero nadie le discutía su coherencia.
Mujica murió como vivió: sin escoltas, sin capitalizar su figura, sin miedo al final. Hoy su figura es tan contradictoria como potente: un revolucionario que aprendió a negociar, un preso que perdonó, un presidente que predicó con el ejemplo. En tiempos de cinismo, su muerte parece confirmar que fue el último político con vocación de monje.
Epílogo sin aplausos
José Mujica no tendrá mausoleos ni bustos dorados. Tendrá, eso sí, la memoria viva de los que aún creen que la política puede ser un servicio y no un espectáculo. Su vida fue una parábola silenciosa sobre el poder, la ética y la humildad.
“No soy un ejemplo de nada”, dijo alguna vez. Tal vez no. Pero fue un espejo, y eso ya es mucho.